La eticidad del Estado

Dr. Silvino Vergara Nava

«El bandido hace simplemente economía
y el carabinero hace, en cambio, derecho […]
el bandido combate para sí, el carabinero
para los demás, el derecho, pues, es,
una combinación de fuerza y de justicia […]».

Francesco Carnelutti.

Las trampas, los espías, las patrullas escondidas, los policías encubiertos, las sorpresas, las cámaras ocultas: toda esa serie de medidas y estrategias puestas por las autoridades, principalmente, las policiales, para encontrar al infractor o al delincuente. Esto, no obstante, es de lo que el Estado no debe ni puede hacer, por más que el delincuente sea delincuente o el infractor sea infractor. Policías, agentes viales, patrullas, etc., cuando se encubren para sorprender al infractor o al delincuente, hacen exactamente lo mismo que el infractor o el delincuente, es decir, engañan a la población y el Estado no puede engañar a su población, menos aún sorprenderla, porque el Estado no está para engañar, está para gobernar, para brindar seguridad, certeza, confianza. Por lo cual: ¿qué confianza puede otorgar el Estado si engaña a su propia población?

Si, con tales conductas, las instituciones viales y policiales toman esa serie de medidas engañosas, entonces, se rebajan al nivel del infractor o delincuente. De modo que ya no habría distinción entre el delincuente o infractor y el Estado; falta de distinción que, a su vez, provoca que el Estado y sus instituciones pierdan legitimidad; algo que se convierte en permisión moral para los infractores y delincuentes para seguir delinquiendo o cometiendo infracciones; lo cual, desde luego, no se puede permitir.

Esto no es nada gratuito o romántico. Las actuaciones de la autoridad deben atender al «principio de eticidad», concepción que no se desprende de las aulas de licenciatura en derecho o en ciencias políticas ni de la simple teoría. Es un principio tan importante que está en la propia Constitución. Por lo cual, cuando el Estado despliega todo tipo de conductas inconstitucionales, pierde legitimidad; por ende, sus acciones se anulan en las instancias jurisdiccionales.

La diferencia que debe existir entre el delincuente o infractor y el Estado es que éste vela por los derechos de los gobernados y los primeros, por sus propios intereses. Por lo cual, el Estados, sus instituciones, policías y diversas autoridades no están para rebajarse al nivel del delincuente ni del infractor; acciones que vulneran los artículos 1°, 14°, 16°, y 22° de la Constitución.

Resulta obvio que, si una patrulla se esconde detrás de un anuncio publicitario o está vigilando en la bajada de una colina para observar qué auto va a alta velocidad, no está cumpliendo con su cometido y simplemente está justificando su función, está haciendo de sus atribuciones y facultades una forma de justificar su trabajo, algo para lo que no están las instituciones del Estado, menos aún los servidores públicos, que, de acuerdo con los requisitos para fungir como tales, deben protestar la Constitución, es decir, respetar sus cargos, a la población. Todo lo cual está dentro del «principio de eticidad».

En otras culturas jurídicas, como es el caso de la estadounidense (que no corresponden a México), si es válida esa serie de medidas sorpresivas; lo cual provoca —como es posible ver— al Estado y a sus instituciones como un sujeto que engaña a su propia población, como su propio enemigo. Por lo cual, por más acciones nobles que el Estado pueda presumir, no se puede asumir que sus acciones son válidas y congruentes y, por el contrario, así pierde su credibilidad como institución ante su propia población. Entonces, es loable que este principio de eticidad sea resaltado y se le dé la prioridad que le corresponde, sobre todo, en momentos tan complicados como los que vivimos, donde la credibilidad de las instituciones públicas se encuentra tan desprestigiada. (Web: parmenasradio.org).

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