Cuando los ciudadanos se volvieron consumidores

“El mayor mal que puede perpetuarse es el cometido
por nadie, por seres humanos que se niegan a ser personas“.

Hanna Arendt

Autor: Dr. Silvino Vergara Nava

A partir de los inicios del siglo XX, sucesos como la Primera Guerra Mundial, las modificaciones geopolíticas en Europa, la Revolución Mexicana —con el mayor numero de muertes que se han registrado en una guerra en América Latina—, el genocidio turco a los armenios, entre otros sucesos, dieron como consecuencia la necesidad de girar los fines del Estado-Nación a la tutela y protección de los derechos sociales. Las naciones tenían que velar por la mayor protección de los derechos de su población, para lo cual tenían que promover los centros de trabajo, para fomentar los empleos; la creación de instituciones culturales, escuelas y universidades, para promover la educación; hospitales y clínicas, para fomentar el derecho a la salud. De esta forma, no se podían implementar restricciones a esos derechos por parte de los gobiernos, como sostiene Courtis: “El Estado no puede utilizar argumentos generales de política pública, disciplina fiscal o referirse a otros logros financieros o económicos, sino que debe señalar concretamente qué otros derechos previstos en el Pacto… se vieron favorecidos por la medida” (Courtis, Christian, El mundo prometido, Fontamara, México, 2009).

Lo que sucedió con esta gran gama de derechos sociales en el mundo occidental —pues nunca llegaron a su plenitud en México y toda América Latina— fue que, lejos de que los ciudadanos anhelaran el cumplimiento de estos derechos y los hicieran exigibles en los tribunales y juzgados, el poder político, principalmente la administración pública, se encargó de usarlos como una bandera electoral, una herramienta para poder contar con los votos necesarios en el momento oportuno, y también para justificar la existencia de las instituciones del Estado y el dispendio que normalmente se presenta en el gasto público.

Los ciudadanos —sobre todo en Europa— se volvieron personas pasivas que no requerían mas que esperar a que les brindaran sus derechos, lo que representó que el Estado y sus organismos observaran a los gobernados como simples consumidores; de esa forma, se cuenta con consumidores de servicios de salud, consumidores de servicios de educación, de empleos, incluso de tribunales, juzgados, penitencias, presidios, centros psiquiátricos, etc. No son personas, son un número de carnet, de inscripción o de Registro Federal de Contribuyentes. El resultado fue pavoroso: la indiferencia.

Esa indiferencia generalizada en las instituciones estatales provocó la deshumanización de la población. Los organismos del Estado están para justificar su existencia dando servicios, sin importar a quién ni la calidad, y menos aun si pueden ser lo óptimos para los fines o no, simplemente hay que cumplir: en las escuelas y universidades, repartiendo certificados y cédulas profesionales para aprobar su calidad educativa, sin importar si aprendieron o no los alumnos. El reprobado no es el fracaso personal de aquel estudiante que no estudió, es el fracaso de la institución, pero las instituciones no fracasan, cumplen; por ello, no hay reprobados, los estándares de calificación a los profesores no se realizan atendiendo a su capacidad, nivel de estudios o vocación, sino atendiendo a su puntualidad, asistencia y rendición de informes.

Por su parte, los centros de salud cumplen no atendiendo a todos los enfermos y pacientes que requieren el servicio, sino solamente a los que da la capacidad del número de fichas que se distribuyen diariamente, a los medicamentos con que se cuenta, a las políticas de salud implementadas por economistas respecto al número de operaciones quirúrgicas. Por otro lado, los tribunales y juzgados dictando sentencias, el número suficiente por mes para que se cumpla con los estándares mensuales; de la justicia y la seguridad jurídica ya se encargarán otros.

Este problema no es minúsculo, es la deshumanización burocrática que se ha sucedido en más de 200 años y que, a pesar de muchas justificaciones periféricas, es el método que permitió el mayor genocidio del siglo XX con la Segunda Guerra Mundial y sus quince millones de muertos, lo que fue puesto a la luz publica como una alarma para el necesario cambio de rumbo de la humanidad por parte de los relatores de dicha tragedia: Hanna Arendt, Primo Levi y Zygmun Barman. La banalidad del mal —como lo denomina Hanna Arendt— sigue rondando en la humanidad que dejo de contar con ciudadanos ahora cuenta con clientes.

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