“Las instituciones liberales, una vez impuestas,
dejan de pronto de ser liberales; posteriormente,
nada daña en forma tan grave y radical la libertad
como las instituciones liberales”.

Friedrich Nietzsche

Las políticas publicas del país, auspiciadas por los medios de comunicación, han insistido, en los últimos treinta años, en la necesidad de combatir la evasión de impuestos, basándose en dos ejes: el primero, socorrido por las políticas y los partidos políticos de derecha, es inscribir a más contribuyentes, obligar a que los informales se incorporen a la actividad formal y que los comerciantes de los mercados y los tianguis cumplan con el pago de sus contribuciones, lo mismo que los agricultores, ganaderos y trabajadores del campo, los pequeños comerciantes itinerantes, los talleres clandestinos, etc; el segundo eje, bajo los partidos políticos y las políticas de izquierda, consiste en aumentar los impuestos directos, es decir, gravan la riqueza para aquellos contribuyentes cautivos, para las medianas y pequeñas empresas, y de paso ahogan a los microempresarios con cargas tributarias.

En realidad, la persecución a los evasores está “malencausada” tanto contra estos informales como contra los empresarios nacionales. El combate a la evasión fiscal y a la elusión fiscal debe ser sobre las grandes corporaciones transnacionales, que verdaderamente son profesionales en la materia pues, antes de ser especialistas en vender sus armamentos y automóviles, o hasta hamburguesas, refrescos y café, son verdaderos maestros en la omisión en el pago de contribuciones, pues en las naciones en donde ubican sus aposentos escogen como turistas en catálogos o, como lo describe el profesor Laporta, analizan “el derecho a la carta” (Laporta, Francisco J., “El imperio de la ley: Una visión actual”, Trotta, Madrid, 2007), para saber en qué país se van a colocar. Estudian qué naciones cuentan con menos cargas tributarias y mayores estímulos fiscales, más beneficios empresariales y menos cargas laborales, y finalmente mayor flexibilidad en la obtención de las concesiones en la explotación de los recursos naturales y menor control ambiental. En realidad, se trata de entes, como los denomina el profesor italiano Luigi Ferrajoli, “salvajes” (Ferrajoli, Luigi, “Los derechos y sus garantías”, Trotta, Madrid, 2016).

Estos evasores salvajes, si bien no cuentan con el poder de la política, que es la encargada de controlar la conducta de las personas con el uso de la fuerza, ejercida por medio de la policía, militares, tribunales y jueces, cuenta con el poder del dinero, para que, con la capacidad financiera con que cuentan, puedan determinar qué políticas publicas se requieren en beneficio del crecimiento de sus industrias. En tanto, los pequeños deudores del Fisco, que son los comerciantes ambulantes, agricultores y talleres clandestinos, son perseguidos por llevar a cabo un comercio informal, a veces, provocado por las grandes compañías que, por las concesiones mineras que les dispensan, obligan a estos miembros de poblaciones completas a la expulsión de sus tierras; o bien, por la creación de los denominados desarrollos turísticos, expropian sus tierras de labor y los orillan al ambulantaje o a la criminalidad.

Por otra parte, decretar que la industria nacional pague más impuestos es un suicido para el propio Estado. La industria nacional, carece de avances tecnológicos y científicos; en primer término, están impedidos por la gran industrial mundial, para adquirir la maquinaria de punta a sabiendas de que se convertirá en competencia de estos y de mejor calidad. Adicionalmente, esa adquisición es casi imposible por los costos que representa. Basta con observar la competencia salvaje que se presenta entre los propios industriales nacionales para poder sobrevivir considerando que para contar con clientes como las grandes cadenas farmacéuticas, ensambladores de vehículos, tiendas departamentales, supermercados, etc., se debe pasar primero por controles corruptos y luego de calidad y de descuentos avasalladores de precios que hacen casi imposible el sostenimiento de esa industria que, por las propias estadísticas oficiales, es la que con más trabajadores y empleados cuenta. Si a esto se les aumentan los impuestos, es una atenta invitación a la quiebra, al desempleo masivo y a la criminalidad de la población. Pareciera que la única esperanza del Estado mexicano y sus instituciones —tribunales, policías, secretarías de Estadio, Procuradurías, diputados y senadores— es justificar su existencia combatiendo el crimen que, con estas políticas públicas, él mismo provocó.

La problemática de combatir la evasión fiscal es mundial, es globalizada; como consecuencia, el Estado no puede delimitar controles o prohibir por sí mismo a las transnacionales, pues esto equivale a una crisis financiera del propio Estado, no porque se ausenten las industrias mundiales, sino porque simplemente con la amenaza de la salida es suficiente para derrocar a un presidente de cualquier Estado, por lo menos de América Latina. Por ello, no se requiere de una decisión de política local, se necesita de algo más, ya que se convierten en simples buenos deseos frustrados por un golpe de Estado o con medidas menos belicosas, como es el cambio de timón en las elecciones “democráticas” de la ciudadanía.

Se requiere de un esfuerzo global, de la unión de varios Estados —digamos, una globalización paralela—, algo que implique la imposibilidad de que por medio de los tratados internacionales denominados para evitar la doble tributación o que con los tratados de libre comercio se omitan grandes cantidades de pago de impuestos por estos evasiones salvajes, pues al estar sustentadas en la ley son licitas, validas y no hay evasión fiscal alguna. Al final, las corporaciones son propietarias de grandes utilidades, y los Estados propietarios, de grandes pobrezas.

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