“El banquero sucede al general revolucionario;
Octavio Paz
el industrial aspira a desplazar al técnico y al político.
Estos grupos tienden a convertir al Gobierno,
cada vez con mayor exclusividad,
en la expresión política de sus intereses”.
En la Constitución mexicana se manifiesta con énfasis cuál es la razón de las contribuciones al establecer que son para sufragar el gasto público —artículo 31, fracción IV, de la Constitución—; sin embargo, la problemática al respecto es qué se entiende por gasto público, pues éste ha sido uno de los grandes debates en los tribunales. ¿Para qué están entonces las contribuciones? Se pueden decir muchas cosas y justificaciones, todas encausadas normalmente a elevar las tasas y las actividades gravadas por las contribuciones en general, mayor cobro de tasas impositivas, más pagos de derechos que se tienen que realizar por los gobernados, aumento de las obligaciones en las aportaciones de seguridad social, de esa forma todos estos rubros terminan en el mismo fin: sufragar el gasto público.
Desafortunadamente, esta concepción es una teoría añeja que justifica el cobro de las contribuciones. Así como en el Derecho Fiscal existen varias teorías que justifican el pago de las contribuciones —otras teorías que justifican el pago de las contribuciones son la que justifica atendiendo a que son necesarias para sufragar los derechos sociales, la que determina que es por simple hecho de ser nacional de un determinado Estado, la que determina que el pago de las contribuciones es una póliza de seguro, la que determina que es para contar con servicios públicos (De La Garza, Sergio Francisco, “Derecho financiero mexicano”, Porrúa, México, 2006)—, a México le correspondió determinar que las contribuciones son para sufragar el gasto público. El problema es entonces qué comprende el gasto público, pues es un concepto bastante ambiguo del cual se ha sostenido que gasto público son los rubros que conforman el presupuesto de egresos, por lo que existiendo estos rubros que establecen las erogaciones del Estado para las diversas instituciones y dependencias con que cuenta es que se está justificando el cobro de las contribuciones.
El problema con esa concepción es que resulta demasiado formalista, por eso se permite que cualquier cosa sea gasto público, lo que trae como consecuencia que el gasto no esté debidamente controlado, y entonces se observa que no puede ser reclamable o exigible en las instancias jurisdiccionales por cualquier poblador, es decir, no se puede acudir a un juicio de amparo sosteniendo que el pago que se hace de una determinada contribución no va destinado al gasto público; en primer término, porque el concepto es ambiguo y, en segundo, porque a quien le corresponde comprobar que no está destinado al gasto público es al gobernado que ha interpuesto el medio de defensa, lo cual resulta imposible que pueda acreditarlo. Bien se puede concluir que esa es una de las consecuencias por las cuales los gobernados se rehúsan al pago de las contribuciones.
Debido a la falta de definición y a la ausencia de exigibilidad en los medios de defensa que están al alcance de los gobernados, observamos que las ultimas detenciones y persecuciones a los gobernados y a sus funcionarios están fuera del ámbito de la ciudadanía, que, como miembro de la nación, no puede exigir que el gasto público sea destinado a lo que en sentido común correspondería; por ello, se observan por parte de la gran masa de la población esas detenciones y persecuciones más como asuntos políticos que como jurídicos.
De esa forma, es fácil que se pueda perder el control de dicho gasto público y que, de ser una serie de erogaciones necesarias para un Estado democrático en donde con los canales de representación que tiene la población se determine a qué se le dará prioridad en cada ejercicio fiscal, se vuelva la oportunidad de muy pocos para obtener los recursos que nunca habían imaginado que se quedarían en sus manos. Por ello, sin la necesidad de justificar las erogaciones por los servidores públicos, más que un control simplemente formal, es suficiente para que se asuma que se ha dejado la democracia para pasar a la “cleptocracia”, es decir, al gobierno de los ladrones, en donde cada proyecto, cada ley, cada reforma y cada política pública es una oportunidad de negocio para ese servidor público; que el Estado ya no está para proteger los derechos de su población, sino solamente privilegiar los de unos cuantos, en particular para las grandes industrias, las extranjeras, que una vez instaladas acaban a la brevedad con la competencia nacional, la cual desaparece o es adquirida por ellos. Verdaderamente, la mejor forma de acabar con ese saqueo, de inicio, es modificando la concepción de gasto público en la Constitución, pero esa reforma es la menos importante a cien años de vigencia de la Carta Magna.